“La fragilidad ambiental de la cultura”
Brigitte Baptiste
Con este título tan
contundente presentaba el maestro Augusto Angel Maya (1932-2010), hace ya unos
diez años, un compendio breve de su concepción de la viabilidad de nuestras
sociedades, relativamente occidentales. Señala en él, caleño, así como en
muchas de sus obras dedicadas al pensamiento ambiental, cómo la visión del
mundo que hemos construido con base en una mezcla de filosofía griega y
monoteísmos imperialistas, permitió hacer del conocimiento científico una
especie de religión del desarrollo: al anclar la política en un
pseudoracionalismo populista, llenó de optimismo el avance tecnológico, pero
sin visión autocrítica. En ello, sostenía, radicaba la imposibilidad de que el
mundo moderno reaccionara a tiempo ante la crisis ambiental: una ética del
consumismo cortoplacista, resultado de una combinación fatal de mala ciencia y
clientelismo tecnocrático, en vez de una construcción de conocimiento humilde,
diversificado, centrado en proveer bienestar a toda la humanidad, y
contextualizado.
El origen de esa incapacidad de construir buen conocimiento radica,
obviamente, en una falla central de la construcción de cultura. Cultura, no
sobra aclarar siempre para quienes incluso han perdido el sentido del concepto,
no es folclor o artesanía, sino el conjunto completo de ideas y prácticas con
que un grupo humano interpreta y proyecta sus actividades cotidianas, con o sin
ideas de trascendencia. Detrás de esa incapacidad, argumentaba con sentido
común el maestro Angel Maya, estaba la educación, y en particular, la educación
descontextualizada, es decir, ajena a las condiciones ambientales de su propia
existencia. Todos tenemos que aprender matemáticas, pero la forma de
cuantificar los fenómenos universales puede tomar formas muy distintas en la Sumeria
del siglo -XX (cuatro mil años atrás), la Francia del XVIII o la Amazonia del
XXI. El teorema de Pitágoras es uno, pero sus narrativas son múltiples, y ellas
están ligadas al carácter de la tierra, la historia y la gente.
La razón por la cual la educación es generadora de autismo, en lugar de
creatividad y conectividad, que son los factores obvios de construcción de
inteligencia colectiva, tienen que ver con la competencia intra e
intercultural: cada persona o grupo humano defiende, con razón estratégica, que
su visión del mundo es la mejor y más conveniente, y busca exportarla, por las
buenas o por las malas. Cuatro mil años de conflicto cultural y la incapacidad
de Colombia para integrar un modelo de múltiples conocimientos, derivados a su
vez de múltiples historias culturales indígenas, afrodescendientes, hispánicas
o anglosajonas, árabes y orientales, entre muchas, es también la causa de la
incapacidad de hacer gestión ambiental con criterios de pertinencia territorial
y ajuste a la más básica de las realidades que tenemos: nuestra
megabiodiversidad.
En buena hora la Secretaría Distrital de Ambiente de Bogotá recordó la
semana pasada, en el “Día internacional de la educación ambiental”, al Maestro
Angel Maya y su obra, y reconoció los aportes de muchas personas a la
construcción de un modelo de conocimiento que nos ha de ayudar a reconectar con
el mundo y afrontar la devastación que hemos causado por pensar que Colombia no
es Colombia sino una mezcla imperfecta de Castilla, Kentucky o las costas del Egeo.
Tal vez las redes de recicladores de Bogotá estén conformadas por desplazados e
iletrados, pero años de trabajo en las calles los convierten en los mejores
conocedores de una de las dimensiones más ilustrativas de la cultura de un
pueblo: su basura. Y tal vez las amas de casa o madres cabeza de familia
sometidas a abandono y violencia no tengan maestrías o doctorados, pero conocen
profundamente la sicología patológica del modelo machista que nos atormenta, y
cuando conversan y comparten sus problemas construyen conocimiento acerca del
entorno social, sus heridas y con ello, construyen oportunidad para innovar.
Los modelos de familia no convencionales no difieren mucho, en ese sentido, de
los arreglos colectivos para apropiarse, disfrutar y manejar un humedal en la
ciudad, y por ello, son señales de que un nuevo conocimiento está en acción,
construido a partir de la experiencia directa del contexto ambiental vital.
La semana pasada estuvo en Medellín, en el “Hay Festival” el conocido
etnógrafo y escritor Wade Davis, cuyo libro “Light at the edge of the world”
(Douglas y McIntyre, 2013) recalca la necesidad de valorar y proteger la
“etnósfera planetaria”, algo así como la “noosfera” de Verdnasky, aquella capa
de la realidad constituida por la interactividad de todas las inteligencias
planetarias, la única que puede dar razón de la globalidad. Pudiera ser
que, reconociéndolo, fuésemos capaces de construir un modelo educativo propio,
una neurología ecológica y socialmente consistente con la porción de universo
que nos ha correspondido disfrutar.
Para mi concepto la fragilidad ambiental es el marco de referencia para la comprensión de los ejemplos que la sociedad nos ofrece actualmente, especialmente en la modernidad, ha construido para la relación con los ecosistemas. Los seres humanos han reducido a través de la cultura y el mundo simbólico a la naturaleza a mero objeto o recurso, apropiable, mensurable, medible, de allí la relación dominadora y egoísmo que hemos tenido con esta. El derecho también ha reproducido esta relación objetivista y dominadora de la naturaleza a través de las normas, pero también por los intersticios que deja la ley. Los ciudadanos han participado y conspirado a favor de la construcción de otras relaciones con la naturaleza en donde se privilegien los valores de respeto, solidaridad y alteridad. El pensamiento ambiental complejo propone la instauración de una condensación y de una acción para la comprensión de la vida, apoyado en la red de relaciones, en la particularidad, en la diferencia, en la alteridad y en la biodiversidad.
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